domingo, 15 de noviembre de 2015

Ojito con las espinas de "El jardín impío".

Miedito me da consultar el catálogo Z de la editorial Dolmen, miedito. Así que me conformo con leer y releer los títulos que publicita en sus publicaciones, siendo ya este un buen escaparate y advertencia de lo que disponen en su fondo.

Miedo me da también devolverle los libros Z del amigo Claustroman, más que nada porque sé que aparecerá con más. Miedos, ambos, que son sonrientes y que se agradecen porque vaya que no me he pasado horas y horas leyendo y destripando obras Z.

Y por los sanguinolentos caminos que cruzas de la mano de Dolmen y Claustroman, caminos coincidentes pero no dependientes de un contrato o una concertada publicidad, te encuentras con esta obra.

Fue la primera publicación del joven asturiano Juan Miguel Fernández y su temática es la citada Z. Como taaaaaantas otras del género tendremos los reconocibles muertos en vida, el grupo de supervivientes, el superviviente que no contabas, el misterio del origen, los militares siguiendo órdenes gubernamentales, la epidemia que se expande y la situación claustrofóbica que desencadena discusiones en espera de una decisión: salir del refugio o quedarse y apandar con el estado de sitio. El lugar de escapada es uno de los preferidos actualmente, aunque esté infestado de animalitos de cuatro patas que resultan no ser tan perjudiciales como pudiese imaginarse.


Claro, que aparezcas con esta serie de tópicos no te convierte en una novela más del género. Y lo que encanta es que sabes lo que recibirás pero te sorprenden con algo más que no contabas. Referido lo que ya sabes, vamos un poquito a lo que puede sorprenderte, guardándonos un as en la manga.

Novedades, novedades. El estilo que te encuentras es un tanto victoriano, al menos en sus diálogos. No son rimbombantes pero sí un poco cargantes, ya que no suenan al lenguaje común sino que suelen ser un tanto afectados, adjetivados en demasía y con un olor a las buenas lecturas de Poe o Lovecraft. Me sorprendieron pero no rebajaron mi atención ni mis ganas de leer más. Y hasta llegó a encantarme por el uso de palabras que no sueles oír. Otra cosa es que les cuadre a los personajes. A veces los iguala demasiado y no los personaliza.

La otra novedad que me hizo saltar de alegría fue la inclusión del personaje del joven y atractivo sacerdote. Por fin veo un personaje con cierta entidad que no es un loco o un perturbado en el que cebarse. Además, no ocupa un lugar preeminente y es un magnífico secundario. Queda en el ambiente el inicio de algunas disquisiciones teológicas pero, por fin, de nuevo, surge como un joven normal, de fe fuerte, que no se convierte ni en una parodia de una fe envejecida y caduca ni en un lector tortuoso del Apocalipsis. No hace falta pasarse al otro extremo pero uno de los repetidos prejuicios en el género Z es el de meter a la Iglesia o a uno de sus ministros como defensores de los zombis y tenerle como un personajillo asqueroso. 


También vas a tener un curioso origen de pandemia, que tiene que ver con una planta de determinado jardín. Todo se inicia en una oscura y nevosa noche, en una casita un tanto apartada del pueblo. Toda una estampa icónica de peli de terror navideña, aunque muy bien expresada para acabar siendo una imagen de algo muy real. Y lo que es fuera es dentro. No lo veremos hasta más adelante pero esa atmósfera fría y blanca del exterior retrata el convulso y negro interior de uno de los personajes. Y abrirá a otro a la reflexión y la tortura, advirtiéndonos a nosotros que lo que hacemos no siempre define quienes somos y que la familia es algo muuuuy importante como para abandonarlo a la soledad. El amor no correspondido puede conducir a la locura... y apenas notarse.

Y si el origen es curioso, el final queda en suspenso. Pero no por eso se van a aportar un par de armas persuasivas. Una es artificial y la otra tiene cuatro patitas. Ambas son portátiles y pequeñas. Las dos tienen como primera sílaba "ra". 

Un crimen, una investigación policial amañada y una periodística capada de pleno. Un silencio y el paso de los años en la tranquila localidad norteña. Hasta que el mal emite lo suficientemente fuerte como para ir formando un ejército humano de inmundos zombis. Aquí sale el tema del comportamiento grupal de los muertos andantes pero lo hace de un modo que pocas veces he leído. Porque esa especie de comunidad que forman nos lleva a pensar en una inteligencia que los controla. Son zombis que caminan a trompicones, de acuerdo, y hasta pueden correr, cosa que se ha puesto de moda, y no se comen entre ellos, muy bien. Pero la novedad es que comen para alimentarse y despedazan los cuerpos no para dejarlos en el sitio sino para transportalos a otro lugar, pues son alimento para quien lo dirige.
El comportamiento grupal conocerá una serie de cambios, no será fijo, lo cual ofrece escenas nuevas y escenarios que descolocarán a los supervivientes. Algo parecido a cuando descubren, en Parque Jurásico, que la vida se abre camino. Aquí es una forma de vida vegetal y malvada que se expande más allá de lo que querríamos. Y la conducta controlada de los zombis adquirirá un nuevo papel, al ser más que simples asesinos y alimentadores de su controladora.

Entre medio, la descripción de los distintos focos de infección, las miradas que se dirigen a cierto jardín abandonado, la entrada en escena de personajes ocultos en los bosques, como son un científico, su grupo de trabajo y los escondidos militares. Cada uno tendrá su momento de gloria y sufrirá su determinado ataque, aunque no sabremos el final, jeje. El caso es que se convertirán en motivo de esperanza, aunque solo sea para un grupo de escondidos vecinos; un cordón de contención que se acaba rompiendo por el eslabón más desatendido; una puerta de escape posible.

Voy a destacar dos sencillas escenas, que tampoco son centrales ni nada pero que me han encantado. Y es una la del encuentro entre el andarín sacerdote y el orondo presidente de la Asociación de vecinos, con la consabida pugna tantas veces presentes en los pueblos entre las actividades eclesiásticas y las civiles, amén de la supuesta superioridad de quien maneja más dinero, votos y mejor coche. La otra, algo superficial y pasajera, que ocupa una sola línea de texto, es la preocupación del gobierno de que la infección y la normalidad se mantengan en unas determinadas coordenadas, para lo cual envían a los militares y, aquí la escena, un avioncete con agua para apagar unas incipientes llamas que acabarían atrayendo a demasiada gente a la abandonada población.

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